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Decidió entonces Saccard sentarse a una mesa que abandonaba un cliente, en el hueco de una de las ventanas. Creia haberse retrasado, y, mientras cambiaban el mantel, llevó sus miradas al exterior, examinando los viandantes de la acera. Aun después de haberle preparado la mesa, no se apresuró a encargar su comida, quedando unos momentos con la vista sobre la plaza, toda alegre en esta clara jornada de principios de mayo. A aquella hora, en que todos almorzaban, permanecia casi desierta. Bajo el suave verde de los castanos, los bancos estaban desocupados. A lo largo de la reja, en el estacionamiento de coches, la fila de éstos se prolongaba de punta a punta, y el ómnibus de la Bastilla se detenia en su parada, en la esquina del jardin, sin dejar ni tomar viajeros. El monumento, con su columnata, sus dos estatuas y su vasto césped, quedaban banados por el sol, que caia a plomo, mientras a su alrededor se alineaba en buen orden un ejército de sillas.
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